Marx sobre Nuestra América – Por Néstor Kohan especial para NODAL

1.985

Las herejías latinoamericanas

A doscientos años del nacimiento de Carlos Marx  el debate sobre su herencia no está saldado en América Latina, eso es incuestionable. El interés ha resurgido con ímpetu en los últimos años  y no casualmente se han realizado numerosos eventos internacionales tanto en México y Brasil como en Bolivia y Venezuela, entre muchos otros países de la región. En este nuevo aniversario han aparecido, como era de esperar, películas, reediciones, foros de discusión y seminarios por doquier.

Cuando el principal fundador de la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT) y autor de El Capital falleció, José Martí escribió: “Ved esta gran sala. Karl Marx ha muerto. Como se puso del lado de los débiles merece honor”. Así le rendía homenaje, sin ser marxista, una de las máximas plumas de América Latina al principal teórico del comunismo y el socialismo revolucionario a escala mundial.

No fue la única vez que el pensamiento insumiso de Nuestra América se entremezcló y fusionó, de modo herético, con la llama libertaria y rebelde inaugurada por Marx.

Emiliano Zapata, principal líder campesino de la revolución mexicana, le escribió a uno de sus compañeros, el general Jenaro Amezcua, que la revolución marxista de Rusia y la revolución mexicana tenían los mismos enemigos y las mismas demandas. La carta de Zapata defendiendo a los bolcheviques, fervientes admiradores de Marx, se publicó en el periódico El Mundo de la Habana, en mayo de 1918.

Un mes después del escrito de Emiliano Zapata, Deodoro Roca, el principal ideólogo de la Reforma Universitaria de Córdoba [Argentina], iniciada en junio de 1918, cuyo centenario se conmemora este año [2018], entrecruzó sus lecturas de Marx y su admiración por la revolución bolchevique de Lenin con la tradición cultural y antiimperialista del modernismo literario inaugurado por José Martí y prolongado por Rubén Dario y otros poetas y escritores latinoamericanos de aquel entonces.  En esta lista, entre otros, figura José Ingenieros en su veta modernista, ajena al cientificismo positivista que también impregnó parte de su obra, la más conocida.

Poco tiempo después de la Reforma Universitaria de 1918, durante los años ‘20 el peruano José Carlos Mariátegui se animó heréticamente a recuperar el “comunismo incaico” y las comunidades indígenas de diversos pueblos originarios como antecedente obligatorio e insoslayable de las luchas socialistas y antiimperialistas del futuro. Lo hizo en el plano organizativo, fundando un partido socialista adherido a la Internacional Comunista, articulando una central obrera e inaugurando periódicos sindicales y culturales. De todos ellos el emprendimiento más importante es sin duda la revista Amauta que amalgamó la tradición estrictamente marxista con las vanguardias estéticas (como el surrealismo), el psicoanálisis y la perspectiva indianista. Algo similar —aunque quizás con menos erudición que el peruano— intentó realizar durante esa misma época en su natal Cuba y en su exilio mexicano el joven dirigente estudiantil Julio Antonio Mella, cuando defendió la unidad inseparable de Marx y Martí.

Esos cruces, préstamos, afinidades recíprocas, entrecruzamientos y fusiones heréticas fueron una constante que resistió incluso los embates del marxismo más dogmático —pretendidamente “ortodoxo”— de la época de José Stalin.

Casi treinta años después de Mariátegui, Mella, Recabarren y Farabundo Martí, desobedeciendo esa pretendida ortodoxia que provenía de la Unión Soviética ya stalinizada, en el juicio que el dictador Batista le hizo a Fidel Castro éste identificó sin titubear a José Martí como “el autor intelectual” de la toma del cuartel Moncada. Asalto al cielo (militarmente fallido) que en 1953 inicia la revolución cubana y abre todo un horizonte de rebeldías latinoamericanas que perduran hasta el día de hoy. Su amigo y compañero, Ernesto Che Guevara, estudiando con sus combatientes de Bolivia durante 1966, leyó a Lenin entremezclado con las historias y leyendas de Juana Azurduy. Entre los escritos de la mochila insurgente de Guevara (durante varias décadas inéditos) se encontró un poema de Pablo Neruda dedicado, nada menos, que a …. Simón Bolívar.

Sí, Bolívar, a pesar de que Marx lo había cuestionado en un escrito de 1858 redactado para una enciclopedia estadounidense por contar con fuentes de dudoso sustento y escasa fiabilidad historiográfica. Marx escribió ese artículo tan poco feliz sobre Simón Bolívar porque las únicas obras que había a mano en el Museo Británico, donde estudiaba Marx, invariablemente insultaban al libertador americano. Esos libros anti bolivarianos habían sido escritos por ex combatientes de las legiones extranjeras que, participando en las guerras de independencia latinoamericana, habían pretendido dirigirlas o, en su defecto, cobrar suculentos sueldos. Bolívar se negó a ambos requerimientos, motivando el encono, los reproches y el enojo que Marx encontró en aquellos libros de “memorias” británicos y franceses. Aún así, a pesar de la equivocación que cometió el maestro en confiar en una historiografía tan parcial y de dudosa procedencia, el Che Guevara quiso amalgamar de todas formas a su querido Marx con su admirado Simón Bolívar. No se equivocó.

¿Cómo comprender entonces ese iconoclasta y herético  sincretismo latinoamericano, donde el pensador judío alemán Karl Marx (hijo y nieto de rabinos por ambas partes de su familia) se viste y se impregna del perfume de las culturas de los pueblos originarios, las negritudes, las rebeldías proféticas de las comunidades cristianas de base, los campesinos sin tierra y las luchas de las diversas clases trabajadoras de Nuestra América? ¿Es el marxismo parte central de la cultura política que mantiene encendido el fuego sagrado de la rebelión latinoamericana o, por el contrario, constituye una “ideología foránea”… como acostumbraban a repetir en sus programas televisivos los ideólogos oficiales de los genocidas militares en la Argentina de 1976 (algunos de cuyos hijos hoy ocupan lugares centrales en la política local)?

Nacimiento de la herejía: ni calco ni copia

A diferencia de los primeros inmigrantes europeos que a fines del siglo XIX tradujeron y divulgaron con las mejores intenciones algunas obras de Marx y Engels, los primeros marxistas latinoamericanos utilizaron sus categorías de un modo creador. Tenía razón el investigador italiano Antonio Melis cuando caracterizó a Mariátegui como “el primer marxista de América”, a pesar de que muchos antes que él ya habían leído por estas tierras a Marx. El revolucionario peruano no sólo citó al autor de El Capital. No sólo memorizó su letra y repitió sus slogans. Trató de apropiarse de su método y su pensamiento para dilucidar el problema indígena (en su óptica, consistente en la falta de tierras para las clases populares y las comunidades originarias) y al mismo tiempo resolver la cuestión nacional inacabada de un continente que nació con cuatro virreinatos y, luego de la amarga incidencia económica, política, diplomática y militar de Inglaterra y Estados Unidos, terminó dividido y fragmentado en más de veinte republiquetas bananeras (o sojeras y extractivistas, da igual). Mariátegui, más fiel al espíritu de la concepción materialista de la historia del autor de El Capital que a su letra, abordó los problemas de la revolución social nuestro-americana articulando la lucha anticapitalista, el antiimperialismo y el socialismo sin olvidarse jamás de los nuevos sujetos que desde entonces acompañarían las luchas obreras, las comunidades originarias, no sólo ancestrales y arcaicas sino también las comunidades presentes.

Enfrentando al mismo tiempo el populismo nacionalista de Víctor Raúl Haya de la Torre (abuelo de muchas experiencias nacionalistas y desarrollistas fallidas que al día de hoy siguen esperando que llegue el mesías salvador de una supuesta “burguesía nacional” eternamente postergada) y el por entonces incipiente stalinismo de Victorio Codovilla (que pretendía, siguiendo esquemas de su maestro Stalin, entender nuestro continente a partir de un supuesto “feudalismo” sólo válido en los pizarrones y esquemas de manual), Mariátegui inaugura una nueva corriente político-cultural: el marxismo latinoamericano. Una tradición que, hasta nuestros tiempos, aborda la cultura latinoamericana cuestionando los esquemas eurocéntricos que intentan convencer a las clases obreras y populares para que apoyen a diversos empresarios y banqueros, y a sus economistas “brujos”, poseedores de fórmulas mágicas y esotéricas que en un enigmático “abracadabras” terminarían, supuestamente, con cinco siglos de explotación, miseria y marginación.

Dentro de los fundadores Mariátegui es el más radical, original y audaz a la hora de descifrar incógnitas que Marx no había conocido, aunque sí había intuido o comenzado a explorar, pensando en la periferia del sistema capitalista mundial. Pero Mariátegui no estuvo solo. En sus polémicas contra el populismo de Haya de la Torre, el pensador peruano estuvo acompañado por el joven marxista cubano Julio Antonio Mella. Al brillante binomio Mariátegui-Mella podrían quizás agregarse otros dos nombres: el argentino Aníbal Norberto Ponce y el chileno Luis Emilio Recabarren. Aunque el cubano fue el más militante, el argentino el más erudito y el chileno el más organizador, ninguno se compara con la originalidad y el vuelo imaginativo del peruano.

A este elenco descollante, que brilló en los ’20, le sucedió durante treinta años el eco de los esquemas mediocres implantados por Stalin en la Unión Soviética donde Marx no era más que una caricatura o una estatua gigante y fría de cemento gris.

Recién con la emergencia de la revolución cubana y la hegemonía de Fidel Castro y el Che Guevara el marxismo de este continente podrá sacudirse el polvo burocrático y dogmático de las Academias de Ciencias de la Unión Soviética. No resulta casual que en los años ’60 la revolución cubana recuperara el marxismo revolucionario de la década del ’20 (antiimperialista y anticapitalista al mismo tiempo) así como también los escritos menos transitados y divulgados de Marx. Los mismos que hoy, en 2018, son reeditados y difundidos en la Bolivia de Evo Morales y Álvaro García Linera. Ese curioso país, siempre despreciado por las elites universitarias del continente como supuestamente “inculto” actualmente atrae a lo más granado y prestigioso de la intelectualidad marxista continental y, nos animaríamos a agregar, mundial.  No es casual que hasta el afamado y mundialmente consagrado geógrafo marxista David Harvey, especialista en El Capital y best seller a escala global, haya dedicado gran atención a la experiencial comunal y originaria de Bolivia.

Nos referimos particularmente a aquellos artículos, cartas y manuscritos tardíos donde Karl Marx estudia el colonialismo y las sociedades periféricas y dependientes, revisando los restos o incrustaciones evolucionistas de sus primeros ensayos y superando sus limitaciones eurocéntricas de los artículos periodísticos de juventud.

Sobre este horizonte, que había inaugurado la revolución cubana a partir de los ‘60, se inscriben investigaciones posteriores como: El marxismo en América latina (1980) de Michael Löwy; Marx y América latina (1980) de José Aricó;  Una lectura latinoamericana de «El Capital» de Marx (1988) de Alberto Parisi;  El último Marx y la liberación latinoamericana  (1990) de Enrique Dussel; De Marx al marxismo en América latina (1999) de Adolfo Sánchez Vázquez, entre muchos otros. A todos ellos cabe agregar las innumerables obras, centrales en el marxismo latinoamericano contemporáneo, de Bolívar Echeverría (Ecuador-México), Jorge Veraza (México), Álvaro García Linera (Bolivia), para el caso de Nuestra América, así como los escritos sobre Marx o inspirados en él de Kevin Anderson (EEUU), Samir Amin (Egipto), Immanuel Wallerstein (EEUU), sin olvidarnos del poblado acervo histórico de la teoría marxista de la dependencia (Ruy Mauro Marini, Theotonio Dos Santos y Vania Bambirra de Brasil, Orlando Caputo Leiva [Chile], Jaime Osorio [Chile-México], Adrián Sotelo Valencia [México], etc.

El giro copernicano de Marx

Más allá de sus respectivos matices, estilos de escritura y fuentes diversas, la mayoría de estas obras coinciden en que en su madurez Marx revisa sus puntos de vista en lo que atañe al problema del colonialismo, la explotación del mundo periférico y los pueblos sometidos a la expansión de la dominación capitalista.

En sus escritos tardíos (desde la segunda mitad de los años 1850 en adelante) Marx llega a dos conclusiones contundentes que reexaminan y reformulan su propia teoría.

En primer lugar, no hay ni habrá “progreso” para los pueblos, clases y comunidades sojuzgadas mientras permanezcan bajo la dominación de la bota imperial. El “progreso” no es lineal. Debe medirse tomando como criterio central el ángulo y la perspectiva de los pueblos sometidos (no el desarrollo tecnológico ni el despliegue de “las fuerzas productivas”). La expansión de Inglaterra no sólo no hizo avanzar a la India colonial —como ingenuamente había esperado el joven Marx hasta 1853— sino que la hizo retroceder “hacia atrás”.

En segunda instancia, la historia no sigue un recorrido evolutivo, ascendente y etapista. No existe y nunca exitió un centro único (Europa occidental, supuestamente heredera de la antigua Roma y a su vez de la Grecia helenista), de donde se desplegarían e irradiarían, como ondas concéntricas, hacia todo el orbe, escalón por escalón, sin saltarse ninguno, las diversas etapas del desarrollo histórico. La historia mundial (tampoco “el espíritu de la civilización”), jamás sigue un derrotero de Oriente hacia Occidente.

Estas dos conclusiones del Marx tardío constituyen un descubrimiento completamente disruptivo con el eurocentrismo y el occidentalismo modernizante (tan caros para muchos admiradores y simpatizantes de Marx como para enemigos declarados del autor de El Capital). En su conjunto, lo obligaron a repensar toda su concepción de la historia mundial, de la sociedad capitalista y de las tareas, modalidades y curso de desarrollo político de los proyectos futuros de emancipación.

Esa inesperada novedad teórica y política está presente por ejemplo en (a) sus numerosos escritos críticos sobre el colonialismo europeo, (b) en sus análisis sobre la historia española y el papel que los delegados americanos en las cortes de Cádiz jugaron frente a la invasión napoleónica, (c) en sus primeros borradores de El Capital de 1857-1858 (conocidos como los Grundrisse), (d) en su defensa de la independencia de Polonia, (e) en sus trabajos de denuncia de la dominación británica sobre Irlanda, (f) en su crítica de la intervención colonial de Inglaterra, Francia y España en el México de Benito Juárez de 1861, (g) en su carta de 1877 al periódico ruso Anales de la patria, (h) en sus apuntes etnológicos, redactados desde 1879-1880 en adelante, sobre la obra del antropólogo ruso Kovalevsky (particularmente cuando éste habla de las culturas, comunidades y civilizaciones de América), (i) en su correspondencia de 1881 con la revolucionaria rusa Vera Zasulich (tanto en su carta finalmente enviada por correo postal como en un sus extensos borradores previos, nunca enviados), y en varios otros escritos escasamente transitados, no menos importantes, que no figuran habitualmente en sus obras “escogidas” (¿escogidas por quién y desde qué ángulo de selección?) y a veces ni siquiera en sus obras “completas”.

¿Marx apologista del imperio?

Para los estudiosos serios constatar ese cambio de paradigma y giro copernicano en los escritos de madurez ya constituye un lugar consensuado. Existe suficiente documentación empírica, materiales de archivo y traducciones al castellano que lo prueban.

Sin embargo, a la hora de discutir a Marx, suele pasarse por alto el estudio riguroso de los documentos que hoy están al alcance de cualquier persona que investiga sobre estos temas. Marx continúa despertando pasiones acaloradas y, muchas veces, diatribas encendidas. No es algo negativo en sí mismo semejante pasión frente al pensamiento de un autor considerado “clásico”, siempre y cuando el ardor del corazón y el latir del torrente sanguíneo… no nuble la vista ni obligue a tergiversar porfiadamente el sentido de una obra. Tal es el caso de algunos ensayistas, periodistas, académicos y políticos que, todavía hoy, a 200 años de su nacimiento, se dejan arrastrar por su arrebato polémico, el prejuicio político y el tumulto de sus vísceras, negándose siquiera a leer o al menos reconocer materiales que ya están disponibles para la lectura de quien tenga simnplemente ganas de emprender la tarea.

Por ejemplo el ensayista José Pablo Feinmann, de gran presencia mediática en Argentina, en su libro Filosofía y Nación (escrito en plena euforia política entre 1970 y 1975, publicado en 1982 y reeditado sin modificar una sola oración en 1996) afirma con discutible severidad que Marx es… “un pensador del imperio británico” (sic), es decir, un desenfrenado apologista de la dominación colonial sobre los pueblos sometidos. Una lógica argumentativa que comparte —a pesar de sus intenciones políticamente opuestas— el hoy neoliberal Juan José Sebreli, quien en El asedio a la modernidad (1992) y en otros escritos e intervenciones caracteriza a Marx como un vulgar entusiasta de la modernidad occidentalista y un partidario ingenuo de la expansión imperial. Una caracterización que a Sebreli le servía en los años ‘90 para barnizar con jerga “filosófica” y supuesta erudición teórica su apoyo a la derecha argentina y a las privatizaciones de la era neoliberal menemista en nombre del… “avance de las fuerzas productivas” y otras expresiones descontextualizadas extraídas de algunos escritos de Marx.

Ese espíritu de época, ferozmente marcado —desde la economía política a la crítica cultural— por una defensa a toda prueba del occidentalismo modernizante y globalizante “en nombre de Marx” (en realidad a contramano del propio Marx), fue caracterizado por el escritor marxista latinoamericano Agustín Cueva como una auténtica “furia anti tercermundista”. Así lo hizo en la segunda mitad de los años ’80 en uno de sus trabajos incorporado a su obra antológica Entre la ira y la esperanza que recoge póstumamente (2008) escritos de diferentes décadas.

Sin la pasión militante de Feinmann, sin la ironía ácida de Sebreli, el profesor Arturo Chavola, director del Instituto de Estética de la Universidad de Guadalajara, publicó en 2005 La imagen de América en el marxismo, su tesis originariamente defendida en París.

Una vez más Chavola vuelve a insistir con que Marx sería simplemente un europeo que aplaude la dominación de las colonias y no entendería nada de los pueblos oprimidos. Pero mucha agua ha corrido bajo el puente. Al menos este profesor mexicano no desconoce algunos escritos tardíos de Marx. Sólo que en lugar de registrar el notable cambio de mirada del último Marx no ve en ellos más que la confirmación lineal de los textos juveniles. Desconociendo el viraje y la revisión que Marx emprende a partir de la creación de la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT), Chavola vuelve, una vez más, a dibujar un Marx iluminista, moderno, determinista, eurocéntrico y apologista absoluto de la burguesía europea. Todavía más empecinado que sus antecesores, decreta para el fin de los tiempos la supuesta inutilidad del marxismo para Nuestra América.

Sea para rechazarlo, sea para “defenderlo”, sea para manipularlo y forzarlo a decir lo que cada uno disponga o necesite, según la ocasión, en todos los casos mencionados se toma como axioma autoevidente que Marx no sería más que un pensador eurocéntrico, modernista, occidentalista, ingenuamente evolucionista e ilustrado. Escandolosamente se dejan de lado sus incisivos textos tardíos donde esa perspectiva resulta agudamente criticada.

Lo cierto es que este curioso cadáver, varias veces enterrado, ha vuelto una vez más a salir de su tumba. Pasan los años y las décadas, desfilan sus detractores, se siguen labrando actas de defunción, pero su sonrisa irónica no se apaga.


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